Máquinas y tecnologías del complot
Máquinas y tecnologías
del complot
Raúl Prada Alcoreza
Hay un gran apego a
la actuación, que quizás ha llevado a desarrollar el teatro; esta capacidad
humana de actuar, de imitar, de simular, de montar escenarios y espectáculos;
que puede también concebirse como esa facultad
de usar su cuerpo para tejer tramas,
es un arte. ¿Por qué el ser humano lo
hace? ¿Para impresionar, para llamar la atención, para causar un efecto
disuasivo, defendiéndose anticipadamente? ¿O lo hace para interpretar el mundo que
descubre y, a la vez, construye? Otra alternativa seria que lo hace para comunicarse; pues requiere entrar en contacto y que el contacto reciba y transmita mensajes. Ahora bien, tal parece que no
solamente el ser humano tiene estas
aptitudes, sino que las mismas ya se encuentran en los otros seres orgánicos.
Los otros seres orgánicos también han
desarrollado estas aptitudes; solo que lo han hecho de manera inmediata,
plasmando esta puesta en escena en el propio cuerpo. Al adaptarse a los medios, entornos, territorios, han
adecuado sus cuerpos a las
condicionantes territoriales y a las exigencias de las concurrencias. Los
requerimientos de atracción se manifiestan en el esplendor de los cuerpos, que
busca seducir, logrando el acoplamiento; las necesidades de defensa o de ataque
se realizan en la armadura corporal.
También se actúa para disuadir, se amenaza como anunciando un ataque o haciendo
gala de demostraciones. En fin, la predisposición a la actuación se encuentra
difundida en las formas proliferantes de la vida orgánica.
Si este es el contexto mayor de la inventiva biológica
y social, en las sociedades humanas,
sobre todo modernas, se han desprendido tecnologías
de poder que usan la capacidad de actuación y de simulación para incidir en
los comportamientos sociales, con el objeto de la dominación. Si no estuviese viciado el término de conspiración por las teorías esquemáticas y simplonas de la conspiración podríamos nombrarlas como máquinas de la conspiración. Para
aclararnos, es más o menos eso lo que ocurre; se conspira para lograr los fines perseguidos, que tienen que ver,
sobre todo, con la dominación. Cuando ocurre esto lo que se hace ya no es arte, creación, actividad inventiva de
la proliferante vida, sino la práctica de una técnica estrecha, circunscrita a
inscribir en los cuerpos las huellas del poder. Para diferenciarnos de los usos
acostumbrados del término de conspiración,
hablaremos de complot, buscando otras
connotaciones y significados en las descripciones
e interpretaciones que abordamos.
En las historias políticas modernas hemos asistido
al despliegue de estas tecnologías de
poder y, entre ellas, las que llamaremos, provisionalmente, tecnologías del complot. Se complota para anular al enemigo,
tratando de quitarle todos sus recursos de defensa; comenzando por
descalificarlo, convertirlo en deleznable, desechando su buena imagen para
sustituirla por la imagen de la monstruosidad.
Estos métodos bélicos, si se puede
hablar de métodos, tienen larga data,
han sido empleados desde los comienzos mismo de la modernidad; por ejemplo, operaron
en las oleadas de conquista. La formación enunciativa desplegada
entonces fue la religión, mediante la
cual se descalificó a los conquistados,
nombrados como paganos, hasta impíos, incluso endemoniados. En las versiones matizadas de esta descalificación se
los señaló como necesitados del camino de salvación,
que no era otro que la cristianización.
Los conquistadores se invistieron
como portadores de la civilización
sobre pueblos salvajes y sociedades bárbaras.
Más tarde, después de
la independencia, la formación discursiva
liberal desplegó la ideología
moderna, en la versión cosificada de la revolución
industrial, que añoraban, descalificando al grueso de sus sociedades y
pueblos como pre-modernos. Siendo este discurso liberal criollo
elemental, despojado del sustento filosófico liberal, los liberales del
continente no convencieron, aunque si se impusieron por la fuerza, cometiendo
etnocidios y genocidios contra las naciones y pueblos indígenas. Ante las
debilidades y limitaciones evidenciadas en el discurso liberal criollo, el nacionalismo elaboró una ideología que se presentó como
inclusiva; los discriminados y marginados fueron incorporados al imaginario de la comunidad nacional. El pueblo, como totalidad, pertenece a la nación oprimida, debe ser liberada de la
opresión y la dependencia. Los pueblos indígenas son reconocidos y
recompensados con la reforma agraria,
convertidos en propietarios de la tierra. La descalificación se efectuó en dos
frentes; una, la que señala a la oligarquía
como anti-nación; otra, la que
identifica a las resistencias indígenas como resabios del atraso.
Se puede decir que
las tecnologías del complot se fueron
sofisticando en la medida que las promesas
de las convocatorias se fueron
ampliando. Cuando no se trata de la nación
sino del mundo, cuando no se trata de
la población, como en el caso
liberal, sino de la humanidad,
invocando la integración de la humanidad en la sociedad de la igualdad, las tecnologías del complot alcanzan niveles
de sofisticación mayor. Se unge al Estado
socialista como el fin de la historia, antes que tardíamente y
anacrónicamente se haya ungido al Estado
liberal como el fin de la historia;
en consecuencia, los que se oponen al socialismo
real son calificados como obstáculos a la marcha dialéctica de la historia, más aún como reaccionarios
monstruosos, opuestos al arribo al paraíso terrenal del socialismo.
La formación discursiva imperial moderna,
del mismo modo, se convierte en un instrumento de las tecnologías del complot; quizás una de las más elaboradas máquinas del complot. Los imperialismos modernos, que entran en
conflagración en la primera y segunda guerras mundiales, después, cuando
emergen las hiper-potencias encontradas, una del lado “occidental”, la otra del
lado “oriental”, se presentan como el referente exclusivo de la civilización moderna, descalificando a
lo que se le opone como barbarismo o atraso, anacronismo que atenta al proceso civilizatorio. Es curioso que
tanto la hiper-potencia “occidental” como la hiper-potencia “oriental” se
presenten como el fin de la historia
y la realización suprema de la civilización,
aunque una lo haga en la versión ideológica liberal y la otra lo haga en la
versión ideológica socialista. Solo que el liberalismo y el socialismo, en
tanto paradigmas han sido reducidos a
los requerimientos instrumentales de los super-imperialismos,
el super-imperialismo estadounidense y el super-imperialismo soviético, que Mao
Zedong denominaba social-imperialismo. En la actualidad, desde la derrota del
super-imperialismo estadounidense en la guerra del Vietnam, cuando se clausura
la forma de dominación mundial
imperialista y emerge la forma consensuada y compartida del nuevo orden, en la figura global de imperio, la formación discursiva imperial global se inviste de cómo garante de
la paz del nuevo orden mundial, de la paz del
imperio. Todo lo que se opone a esta paz
acordada y pactada es descalificada de “terrorismo”.
Lo que construyen las
dos hiper-potencias mundiales son
fabulosas máquinas del complot. Las máquinas del complot se van convirtiendo
en uno de los ejes fundamentales del sistema de máquinas de poder; otro de
los ejes es el relativo a las máquinas de
guerra. La diferencia con las anteriores máquinas del complot radica en que se trata de máquinas cuyo ámbito de funcionamiento
es mundial; en lo que respecta al propio país, se convierten en máquinas inquisidoras absolutas,
convirtiendo a la sociedad misma en sospechosa
y hasta en culpable, de manera
anticipada. Pues es susceptible de caer en la desorientación si no es conducida por la claridad meridiana de los
gobernantes y sus aparatos ideológicos.
Las máquinas del complot cuentan con
poderosos servicios de inteligencia,
que tienen carta blanca para todo lo que requieran hacer, justificada por razones de Estado y de seguridad, sobre todo por la razón ultimatista de la “guerra de
civilizaciones”, la “occidental” versus la “oriental” y viceversa. En un caso,
el enemigo absoluto es el
“comunismo”, en el otro caso, el enemigo
absoluto es el “capitalismo”. El plan de las máquinas del complot es la exterminación del enemigo, tanto externo como interno.
En ambos casos, los
procesos de juzgamiento al enemigo interno se han dado de la manera
más abominable. Juicios grotescamente montados, con el único objeto de simular
el veredicto anticipado de culpabilidad
y de condena a muerte. Aunque en el caso de las máquinas del complot del socialismo
real se destaque la minuciosidad del montaje, la exacerbación en el
montaje, rayando en los argumentos y acusaciones estrambóticas, además de la
compulsión constante por hacer juicios y castigar a los interminables
“conspiradores” contra la revolución, lo cierto es que las dos hiper-potencias
se esmeraron en desarrollar atroces tecnologías
del complot. Esta analogía debería ya llamar la atención; ¿qué implica esta
inclinación compulsiva por desarrollar tecnologías
globales del complot? Además, lo curioso, es que se manejan hipótesis de
“conspiración”, encontrando el despliegue de la misma en todas partes, en una
variedad de manifestaciones políticas y sociales, incluso en los que antes eran
no solo considerados de amigos, sino
incluso partidarios. Se puede decir que esta actitud, esta inherente sospecha en las máquinas del complot, es síntoma
de la paranoia desbocada en los
ámbitos de dominio de ambas
super-potencias. En consecuencia, las máquinas
del complot son máquinas
paranoicas.
La interpretación que vertimos no tiene que
ver con otra teoría de la “conspiración”, sino que las propias teorías de la
“conspiración” se convierten, por así decirlo, en objeto de estudio y de
análisis, en objeto de la crítica del poder; así también, se convierten en
objeto de estudio y de análisis, en objeto de la crítica del poder, las máquinas del complot. Como dijimos
antes, no proponemos que no hay conspiradores,
que no hay conspiraciones; los hay,
empero, no se supone que estos conspiradores
y estas conspiraciones controlan el
mundo, manejan los hilos del desenvolvimiento del mundo, como lo hacen las
teorías de la “conspiración”. Los conspiradores
y las conspiraciones no controlan
todas las variables y factores del desenvolvimiento del mundo; por lo tanto,
tampoco controlan los efectos masivos
que se desatan por sus intervenciones, basadas en esquematismos simplones y maniqueos. Simplemente las tecnologías del complot forman parte de
la gama de instrumentos y dispositivos de poder, puestos en juego y en
concurrencia. Las teorías de la “conspiración” no explican nada de las estructuras y dinámicas de poder, salvo
la apariencia de decir algo sobre un recorte forzado de la realidad. Al contrario, hay que explicar
las teorías de la “conspiración” como parte de los síntomas de la crisis generalizada, estructural y orgánica del
poder.
El tema es que en el sistema-mundo moderno el ejercicio del
poder, el ejercicio de gobierno, el ejercicio político institucionalizado, no
se efectúan sin recurrir a las tecnologías
del complot. No solamente la política
es concebida a partir de la definición del enemigo,
sino que para enfrentarlo se recurre al complot;
se difunden imágenes de la monstruosidad
supuesta del enemigo, buscando no
solo descalificarlo, sino denostarlo y denigrarlo, justificando la necesidad de
su asesinato. Se infiltra en el campo enemigo, se opera en su contra
utilizando todos los medios al alcance, incluyente los más tortuosos; cuando se
atrapa al enemigo, se lo tortura
hasta hacerlo confesar lo que incluso no cometió. Se trata de una guerra sin cuartel y
despiadada. No importa si es justo o moral lo que se hace, el fin justifica los medios. La historia del complot estatal e imperial es asombrosa por los métodos perversos
empleados, la extensión, alcance e intensidad destructiva con que se los
emplearon.
El análisis político,
incluso el denunciativo, han tomado en serio los discursos justificativos de
toda esta inquisición moderna
generalizada. Olvidan que la clave de lo que ha ocurrido no se encuentra en
los discursos emitidos, no solo porque pertenecen a la ideología desplegada, sino porque estos discursos no se descifran
por lo que dicen sino por lo que hacen, por su articulación a las prácticas
atroces del complot. Por ejemplo, el
descomunal ejercicio del poder en la
era estalinista en la ex Unión Soviética no puede decodificarse por el discurso
ideológico del socialismo real, que
ya corresponde a la restricción más maniquea y esquemática de la emisión
ideológica; es extremadamente inocente considerar que estaba en juego el
destino del socialismo. En estricto
sentido no se puede hablar seriamente de que el régimen implantado tenía que ver con el “socialismo”, ni siquiera
en términos de transición. Se trató
del retroceso a la forma de Estado
policial, desde lo que ya era el Estado
liberal, restringiendo al máximo las posibilidades de legitimación, incluso mínimas. En la medida que el caudillo se convierte en la encarnación
del símbolo del poder “socialista”,
este evento político tiene analogías fuertes con la encarnación del símbolo de sangre del poder del rey. Lo
que ocurrió más parece una realización anacrónica de una monarquía barroca, que se invistió de “socialismo”, el disfraz
necesario para mantener la convocatoria.
Llama la atención que
incluso los críticos del socialismo
burocrático consideran algo así como una deformación perversa de la dictadura del proletariado, de la transición al socialismo y al comunismo.
El régimen estalinista no puede comprenderse
por lo que expresa la ideología
desplegada, tampoco desde el paradigma
ideológico del socialismo como promesa, pues estos son los imaginarios con los que se invistieron
las prácticas políticas y económicas de la vía estatal del desarrollo capitalista. El régimen
estalinista tiene que descifrarse
por lo que efectivamente ha sido, ha construido, ha restaurado, incluso ha
innovado en términos barrocos. No nos interesa tanto volver a definir lo que
fueron los regímenes del socialismo real,
nos remitimos a ensayos anteriores; lo que nos interesa es hacer hincapié en
esta característica compartida de los regímenes
políticos de la modernidad tardía, la de convertir en eje de su ejercicio de poder al recurso de las tecnologías del complot.
Las máquinas de poder del imperio encuentran que por todas partes
se desenvuelve la “conspiración” contra el nuevo orden mundial, por eso también complotan.
Consideran que el fantasma del “terrorismo”
deambula campante por el mundo, por eso le declaran la guerra interminable al mal
que aterra a las sociedades en la actualidad. Los “gobiernos progresistas” se
sienten sitiados por constantes “conspiraciones” contra el Estado de la “revolución”,
entonces se ven obligados a complotar
contra estos clandestinos enemigos. Los gobiernos
neoliberales se sienten amenazados por “conspiraciones” de sindicatos que
se lanzan a defender las conquistas sociales. La acusación de “conspiración” se
difunde por el mundo como epidemia, por eso se conforman máquinas del complot desde los estados. El ejercicio de la política
ocupa parte de su tiempo en señalar “conspiraciones”, así como a ejercer la política
como un permanente complot. El complot se ha convertido en una práctica
sistemática en la clase política y en
los gobernantes. Las organizaciones que dicen luchar contra el sistema-mundo capitalista convierten en
gran parte su lucha en un permanente complot.
El ejercicio del poder en la actualidad pasa por efectuar complots, con lo que se sostienen las dominaciones logradas y heredadas por la reiteración continua de los
complots.
Las máquinas y tecnologías del complot, su despliegue obsesivo y compulsivo, son
los claros síntomas de la crisis del poder, de un poder paranoico que se siente asediado,
obligado a defenderse, inclinado a sospechar
hasta de sus sombras. Estas prácticas del
complot muestran a un poder inseguro, por eso dispuesto a desatar
demoledoras violencias en su defensa. Ante esta facticidad paranoica no tiene mucho sentido calificar a las formas de gubernamentalidad, de un lado
y de otro, como de “izquierda”, “derecha”, “progresistas”, “conservadoras”,
estos investimentos ideológicos solo sirven para montar el espectáculo, para darle colorido a la narrativa auto-justificativa y auto-contemplativa; no nos ayudan a explicar esta inquietud ni la
persistencia en las analogías de las formas
practicadas de poder. En cambio, si atendemos a la paranoia inherente al poder y al ejercicio del complot, tan difundido, estamos en mejores
condiciones para explicar las dinámicas moleculares y molares del
poder.
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