Funeral político
Funeral político
Raúl Prada Alcoreza
El enfermo terminal
se aferra a permanecer vivo, cuando cree que no está enfermo, ni que la
enfermedad sea terminal. Es distinta esta actitud a la del que lucha por que
ama a la vida y todavía no quiere
dejarla; también es distinta a cuando el enfermo terminal se resigna y se
despide. Estas figuras, por cierto, demasiado ecuménicas y estereotipadas, con
pocos ribetes dramáticos, salvo el de la situación misma a la que aluden, puede
ayudarnos en la ilustración de lo que pasa con un gobierno que se aferra a
volver a reelegir a su presidente; estando en situación terminal, de derrumbe,
de implosión, se aferra con todos sus recursos a permanecer en el poder, cuando
ya el poder lo ha tomado completamente, como cuando una enfermedad toma el
cuerpo del enfermo. Una cosa es llegar al poder, otra cosa ejercer el poder en
las primeras gestiones de gobierno, y otra cosa distinta es cuando el poder se
convierte en una enfermedad, con todos los síntomas de la decadencia.
El gobierno
clientelar, ya en su fase de franca decadencia
y degradación extrema, pretende imponerse, contra viento y marea, a pesar de lo
que establece la Constitución, de su derrota en el referéndum sobre la reforma
constitucional, de sus derrotas consecutivas en las elecciones de magistrados,
de su derrota demoledora ante la movilización social en contra del proyecto de
la ley del Código Penal, ley inquisidora. Pretende relanzar la candidatura del
presidente, como si nada, como si se tratara solo de decidir, de hacer hablar a
sus ventrílocuos, las organizaciones chutas y su brazo de choque, la Federación
del Trópico de Cochabamba. Los gestores de semejante patraña antidemocrática y
anticonstitucional no entienden que no todo es montaje, puesta en escena,
simulación; estas mimesis políticas solo son posibles cuando hay fuerza para
imponerse. En la coyuntura presente el gobierno no cuenta con esta fuerza; una fuerza compuesta por convocatoria,
impulsada por el entusiasmo,
sostenida por verídicas organizaciones sociales y por fidedignos movimientos
sociales. Cuando el “gobierno progresista” pierde la convocatoria, al mostrarse parecido a los gobiernos anteriores,
sobre todo por sus prácticas, no
tanto por sus discursos, cuando llega
el desencanto y opta por la expansión de las redes clientelares, la fuerza
que tenía es carcomida por dentro. Es más, cuando considera que puede improvisar
organizaciones sociales afines, que le sean fieles, boicoteando las prácticas
sindicales y las prácticas comunitarias, el vaciamiento
por dentro va más lejos, a tal punto que destruye la cohesión social, el tejido
social de las organizaciones, al destruir la democracia sindical y comunitaria.
Entonces se queda sin organizaciones sociales, solo tiene la fachada, ocupada
por dirigentes chutos, que no representan a nadie, salvo a las pulsiones
delirantes del jefe.
La fuerza se ha esfumado, es decir, la fuerza social ha desaparecido. Solo
tiene al alcance de la mano la fuerza
del Estado; lo que tienen los gobiernos conservadores, liberales y
neoliberales, además de las dictaduras militares. El “gobierno progresista”, en
sus mutaciones degradantes y vaciadoras, se convierte en un gobierno más de la
forma de Estado-nación, un gobierno que cumple con la reproducción del poder,
que, en el caso de Bolivia y el continente, es un poder colonial. Entonces hace lo que hacen todos los gobiernos
cuando se sienten amenazados por la sociedad y el pueblo, reprimen. Cuando
ocurre esto, es anuncio de la clausura,
del cierre del ciclo de las gestiones de este gobierno; se anuncia la muerte
anticipadamente.
¿Por qué el partido
oficialista, sus líderes, sobre todo su caudillo
- que ya no es convocatoria del mito
sino el mito de la convocatoria -, el
entorno palaciego, la masa elocuente de llunk’us,
persisten con tesón increíble, oponiéndose a los avatares del destino? No solo
que no les queda de otra, pues están demasiado metidos en el pantano, sino que,
atrapados en las burbujas del poder, no ven otra cosa que la que les ofrecen
las pantallas de estas burbujas, no ven, como se dice vulgarmente, la realidad efectiva. Están atrapados en su
ideología, que en este caso es la ilusión del poder, que es como una droga
que atrofia sus sentidos y su razonamiento. Pierden el instinto
de sobrevivencia; en pleno naufragio, atrapados en la tormenta, ven desde
el timón que están ante un mar en calma y en el mejor de los climas para
proseguir.
No se crea que este
es un comportamiento particular, de
nuestros gobernantes, de ninguna manera, la experiencia
social política en las historias
políticas de la modernidad, nos muestra, mas bien, que se trata de un comportamiento generalizado en los
gobernantes, sobre todo en aquéllos que se consideran predestinados y se
sienten mesías políticos. El poder
les juega una mala pasada. Les da placer,
pero atrofia sus sentidos; pierden el contacto con la realidad efectiva. Entonces, no se crea que se trata de un síndrome político boliviano, pasa en el mundo y ha pasado en todas partes.
Esta no es una particularidad propia. La singularidad
boliviana radica en la composición específica de la trama política; en
Bolivia se ha dado en los términos de un indigenismo
a ultranza – no de un indianismo, que
es distinto, es más bien, expresión radical del anti-colonialismo -, combinado
con un populismo tardío y un discurso nacional-popular mal aprendido,
que cree que hablar de nacionalizaciones basta, aunque después se efectúe la desnacionalización
y se juegue a la compra de acciones. Otra peculiaridad, aunque compartida con
Ecuador, es que se hace a nombre del Estado Plurinacional, que ha resultado un
nombre sin referente, pues el
Estado-nación subsiste y persiste, disfrazado carnavalescamente de “Estado
Plurinacional”.
Bueno, el tema, en la
coyuntura presente, es que estamos
ante un gobierno muerto, es decir un cadáver político, al que se lo confunde
con algo vivo, pues los que lo componen y lo rodean hacen como si estuviera
vivo. No creen encontrarse en un funeral
sino en una fiesta, solo que en la fiesta la banda no toca diana, sino, en
vez de esto, hay como un silencio sepulcral. Por eso los allegados dicen lo que
dicen, lanzan amenazas, incluso se hacen la burla de sus oponentes y hacen gala
del escarnio, pues aparentan estar tan fuertes y apoyados como en los primeros
tiempos. Es tan sorprendente esta
actitud anacrónica que los que asisten al velorio terminan dudando y vuelven a
considerar la situación, evaluando la
posibilidad de que fuera cierto lo que dicen los allegados. Pero, por más que
el velorio se invista de fiesta, la bulla no revive al muerto. Se
sabe, que, en gobiernos absolutos, que se consideraban el fin de la historia, es más, realización
de la historia, los cadáveres de los líderes, convertidos en momias, han
sido mantenidos o presentados como si siguieran con vida. La rutina seguía sin
los caudillos otoñales. Lo que demuestra, de por sí, que sin ellos o con ellos la
rutina política puede persistir; lo que demuestra también que los caudillos no son indispensables, ni
siquiera para los más fanáticos seguidores. Bastaba con que se hagan la idea de
que estan, para proseguir con la marcha fúnebre del poder.
Lo que no se sabe de
la fiesta o funeral, como se le llame, del gobierno
clientelar, es cuál va ser su desenlace
específico. ¿Si, por último, el peso de la muerte, terminará imponiendo su
silencio sobre la bulla o rito de las
ceremonias del poder? ¿Si los
asistentes al duelo, en plena duda,
tardaran en encontrar la actitud
adecuada, si se trata de una fiesta o
si se trata de un funeral? ¿Si los
allegados, arrastrados por su delirio, terminaran remolcados, ellos mismos, por
la putrefacción, hasta perderse en la locura? Pero, aunque no se sepa cuál será
el desenlace específico del drama
político, lo que parece que hay que aprender es que el poder está encantado.
Lo expuesto está
escrito en lenguaje metafórico, sin
embargo, es ilustrativo de lo que acontece. De todas maneras, si se quiere leer
algo menos metafórico, la conjetura
del gobierno muerto se puede sostener
con argumentos más descriptivos. Para
comenzar, un gobierno gobierna, valga
la redundancia o, mejor dicho, la tautología.
Se gobierna cuando se conduce, se
dirigen las fuerzas, se las administra y dispone, encausándolas para realizar
una ruta, que cuenta, por cierto, con
rumbo. En este sentido, lo que se
tiene como “gobierno progresista” no gobierna,
sino es como la inercia de los juegos de poder desbocados; juegos de poder que responden a
improvisaciones peregrinas; juegos de poder
que concurren compulsivamente por el oscuro
objeto del deseo, que como tal es imposible de satisfacer, pues se trata
del deseo del deseo, el disponer de
algo así como del sumun del poder, que
no existe; lo que obtienen es el fetiche
del poder.
Un segundo argumento,
si bien el ejercicio del poder se
acompaña con el despliegue del espectáculo,
el ejercicio mismo del poder no es solo espectáculo,
se ejerce poder gobernando; sin
embargo, en el caso que nos ocupa, el espectáculo
se ha tragado a la práctica de gobernar,
que brilla por su ausencia.
Un tercer argumento,
el ejercicio del poder ha venido
acompañado, desde tiempos inmemoriales, por el despliegue de la corrupción; en el mejor de los casos, en
combinaciones de dosis no desequilibrantes; en el peor de los casos, en
combinaciones desbordantes. Empero, en el caso que nos ocupa, la corrupción galopante es el ejercicio mismo
del poder, es decir, es como si no hubiera otra manera de ejercer el poder.
Un cuarto argumento,
si bien la política institucionalizada
se basa en la separación y diferenciación de gobernantes y gobernados,
lo que de por sí ya es una economía política,
que podríamos llamar de gobierno, en
todo caso, se ejerce la política teniendo
en cuenta que se requiere de los gobernados,
no se los destruye. En el caso que nos ocupa, lo insólito es que el ejercicio de la política del “gobierno
progresista” parece darse como destrucción
de los gobernados, salvo está en lo
que respecta con la reproducción soterrada de la masa elocuente de llunk’us.
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