Crítica de las genealogías de la guerra y de la violencia
Crítica de las genealogías de la guerra y de la violencia
Raúl Prada Alcoreza
Revisando las historias
de las sociedades humanas, parecen corroboran una sospecha filosófica, que
navegan aventureras en océanos del sin-sentido,
imponiendo en sus cáscaras de nuez, donde se encuentran a expensas de las
tormentas; cáscaras de nuez que llaman el sentido.
El sentido impuesto nace de las reglas del juego, que acuerdan o fuerzan
en las vulnerables barcazas, donde habitan, mientras viajan a lo desconocido. En el aburrimiento del viaje, en los barcos
expugnables, se inventan instituciones para salir del tedio o del asombro,
buscando escapar a la sensación de desolación,
también al miedo ante la inmensidad que se abre a sus ojos. Haciendo más
inquietante los juegos en los que se
embarcan, llevan el fragor lúdico a los extremos; uno de esos extremos es la guerra. La guerra es como encontrar el núcleo del sin-sentido en el sentido
logrado, armado con reglas y estructuras institucionales.
La guerra
intensifica la violencia hasta la
desmesura, cuando la violencia misma
se vuelve una apoteosis de la muerte. Los sobrevivientes quedan para contar los
muertos y para narrar lo acontecido,
convirtiendo a la guerra en un mito; mito fundacional de las sociedades y de sus Estados. La guerra ha obsesionado a las sociedades
humanas hasta convertirlas en hechas para la guerra; encontraron su destino
en la guerra. Entonces se trata de un destino
bélico, un destino que construye en
la destrucción misma; destruye para
construir. Paradójico imaginario inicial de las sociedades humanas; nacen de la
muerte y van hacia la muerte, para encontrar la vida que destruyen.
En las tierras de Abya Yala, el quinto continente, las
oleadas de conquista dieron lugar a nacimientos barrocos, después de haber destruido sociedades, pueblos, culturas
y civilizaciones. Estos nacimientos
arrastraron a poblaciones enteras a la muerte,
para que de las cenizas y las tumbas nazcan otras sociedades, mezclando lenguas
y pieles, removiendo imaginarios y memorias, que hacen de substratos de subjetividades
desgarradas. En las sociedades
barrocas, la guerra, que es
constitutiva de las mismas, se convierte en compulsión
en las conductas y comportamientos. Las guerras
contra las sociedades nativas a de
continuar en las versiones republicanas y liberales. Las guerras mestizas han de desgarrar a las flamantes repúblicas,
haciendo enemigos a los Estado-nación
púberes, escindiendo al propio Estado en guerras civiles. Los caudillos bárbaros continuaran la guerra
civil entre Pizarros y Almagros, confundiéndose en la guerra civil entre
Atahuallpas y Huascares.
Diseminadas las confederaciones de pueblos de Abya
Yala, lo que quedó de ellas, los fragmentos, se combinaron con las formaciones encomenderas, también con
las formaciones misioneras, dando
lugar a formaciones abigarradas, que
muestran sus apariencias, pero ocultan sus contenidos turbulentos. Alguna vez
se ha dicho que se trata de formaciones
sociales inconclusas, así como se ha sugerido, para interpretarlas, la
tesis del desarrollo desigual y combinado;
sin embargo, parece no tratarse ni de lo uno ni de lo otro, sino de formaciones
sociales en permanente reconquista o,
en contraste, en permanente liberación.
Se trata de sociedades detenidas en la meditación de sus nacimientos violentos; sociedades que recuerdan las guerras de sus partos, deteniéndose en
el fragor de la guerra o en la guerra latente en la filigrana de la paz.
Ciertamente lo que pasa en el continente de Abya Yala
no es muy distinto de lo que pasa en el resto de los continentes, teniendo en
cuenta dos salvedades; la primera, que desde las oleadas de conquistas y oleadas
colonizadoras los recorridos y ciclos de las civilizaciones nativas son
interrumpidos abruptamente por la extensión de otras genealogías, las relativas a las historias sociales y horizontes
culturales de Euro-Asia, así como por la forzada transferencia de masivos
cuerpos traídos del África. La segunda,
desde la conquista de Tenochtitlán, los sistema-mundos regionales o, incluso,
continentales, serán absorbidos por el sistema-mundo
planetario, que emerge de las conquistas del quinto continente. Sin
embargo, lo que hay que atender son las formas singulares que se dan en las genealogías de la guerra. En el sistema-mundo planetario, el sistema-mundo moderno, la guerra adquiere el carácter y la
extensidad planetaria; ocurre como si la guerra
se mundializara. La corroboración de esta hipótesis interpretativa puede
encontrarse en la primera y segunda guerra mundiales. Por otra parte, todo lo
que acontece en cualquier lugar del planeta tiene repercusiones mundiales. Por
ejemplo, las guerras de la independencia, dadas en el siglo
XIX, en el continente, forman parte de la reconfiguración del sistema-mundo moderno, que pasa del Sur
al Norte, dejando se ser el sistema-mundo
moderno barroco, que se instaura con las oleadas de conquistas, sobre todo
españolas y portuguesas, para mutar en el sistema-mundo
moderno de la revolución industrial.
Pero, de lo que hablamos, no es tanto de las guerras mundiales, si no del efecto de
las genealogías de la guerra en las formaciones sociales. La recurrencia a
la guerra se convierte en una práctica
necesaria de las sociedades en coyunturas
de crisis, se convierte en una
extensión emergente de las prácticas
políticas. La guerra es asumida
como procedimiento indispensable de la revolución;
la revolución es concebida, en el imaginario revolucionario, como la última guerra, antes de la paz absoluta. En contraste, en el imaginario liberal, el fin de la historia se alcanza con la
consolidación del Estado liberal; la historia habría culminado dejando atrás,
en los meandros de la historia, la guerra como barbarie. Ambos imaginarios
conciben el fin de la historia, desde
dos perspectivas ideológicas
encontradas. Se trata de del uso del paradigma
del tiempo desde la interpretación
teleológica, que concibe la marcha del tiempo
como empujada hacia finalidades
prescritas, inherentes al desenvolvimiento de la razón histórica, ya sea entienda ésta como dialéctica o ya se entienda ésta como desarrollo.
La recurrencia a la guerra es como la atavismo heredado del mal necesario, último recurso para acabar con la violencia misma, usando la violencia como sepulturera de la violencia o de la historia de la violencia.
Esta paradoja de la paz, como finalidad, es la que legitima el uso de
la violencia, sobre todo en su forma
extrema, la guerra. Para alcanzar la
paz se hace la guerra. Entonces, la guerra se cristaliza en los huesos, se
inscribe en la carne, impregna la piel, dando lugar a comportamientos y
conductas que no dejan de ser violentos. Una vez que se realiza la última guerra, la revolución, o se llega
al fin de la historia con la
consolidación del Estado liberal, el despliegue de la violencia no parece terminar. Se sigue manifestando como “defensa
de la revolución” o como “defensa del orden”. La paz absoluta queda como utopía
inalcanzable, la que sigue sirviendo como excusa para seguir extendiendo el
camino de la violencia y la ruta
sinuosa de la guerra.
Las estructuras
estatales están impregnadas de violencias
solidificadas, quedan como parte del hormigón armado de las estructuras de la arquitectura del poder. Las mallas institucionales han sido
instituidas mediante moldeamientos corporales, disciplinamientos constantes,
enseñanzas permanentes y graduales. La violencia
no necesariamente aparece de manera descarnada; al contrario, es solapada o,
mas bien simbólica, incluso diferida o desplegada a dosis. Es más, las relaciones sociales son afectadas por prácticas que inducen comportamientos; la
coerción aparece de manera ambigua,
el chantaje de modo ambivalente. La
política se ejercita como exigencia a tomar partido; incluso, en momentos de crisis o de emergencia, la política
exige actitudes comprometidas, que se demuestren en acciones, que en esas coyunturas no dejan de recurrir a formas de violencia. Los
desenvolvimientos de formas de violencia,
desde las matizadas hasta las descarnadas, hacen de contenidos simbólicos de
las significaciones, tanto de los discursos como de los comportamientos.
Estamos ante sociedades humanas que no pueden salir de
los circuitos, incluso de las espirales, de la violencia. Han aprendido que el uso
de la fuerza para capturar fuerzas, para inducir comportamientos, es la práctica inaugural y recurrente de las
instituciones; por más que las pedagogías
hayan cambiado, que sean más discursivas, incluso ilustrativas, las prácticas del uso de la fuerza no dejan de irradiar a los discursos y a las pedagogías ilustrativas. Por eso, por
más que recurran al dialogo, no dejan de usar
la fuerza como instrumento indispensable. La violencia
se encuentra mimetizada en la paz del imperio,
la violencia se devela en las relaciones sociales y en las prácticas; la violencia se halla inherente en los plegamientos de las sociedades institucionalizadas, la
violencia se vislumbra en los horizontes históricos-culturales
de la civilización moderna.
Esto ocurre, esta recurrencia reiterativa a las formas de violencia, no solo porque se
halla adherida a los cuerpos
socializados y estatalizados, sino porque las condiciones de posibilidad históricas-políticas de la violencia se preservan, a pesar de las reformas humanistas, liberales y
socialistas. Para salir del círculo vicioso de la violencia es indispensable abolir
las condiciones de posibilidad
históricas-políticas de la violencia,
que también son condiciones de
posibilidad históricas-culturales. Se requiere crear otras condiciones de posibilidad, esta vez,
condiciones de posibilidad ecológicas; más allá de la historia, más allá del bien
y el mal, incluso más acá y más allá de la mirada humana.
En las coyunturas mundial, regional, nacional y local,
las formas de la violencia amenazan
la cohesión social, desatan los tejidos sociales, obstaculizan la posibilidad
de los diálogos, de las deliberaciones y de los consensos. Las sociedades y los
pueblos se encuentran amenazados por los fantasmas, espectros y hasta
desencadenamientos atroces de las formas
de violencia. Los cursos y recursos de la violencia diseminan las estructuras sociales, llevando a las
sociedades al colmo de la incertidumbre y de la vulnerabilidad; los pueblos se
encuentran totalmente expuestos. Hay que decirlo, ya no se trata del fin de la historia, tampoco de la última guerra y la paz absoluta, que llegaría como realización de la promesa; sino se trata del fin de la sociedad humana por el
desborde inconcebible y descomunal de la violencia.
La tecnología de la guerra ha ido tan
lejos, ha llegado a convertirse en la posibilidad del apocalipsis, que
humanamente ya no es posible la guerra, si la humanidad quisiera sobrevivir. La
guerra se ha hecho imposible; solo
posible en el desborde de la irracionalidad
desatada e incontenible; las violencias
puntuales, que aparentemente son individuales, que son atribuidos al “terrorismo
fundamentalista”, son signos del sin-sentido; las violencias planificadas de asociaciones y grupos fundamentalistas, que también son
atribuidos al “terrorismo”, son actos de desesperación, que reclaman a gritos reconocimiento. Se trata de acciones que
buscan ocupar espacios mediáticos, por medio de la exaltación de la violencia; esto ocurre cuando la
comunicación mediática no comunica ni informa, sino que se ha convertido en
promotora de espectáculos sensacionalistas. Las violencias estatales son etnocidas y genocidas, aunque las
justifiquen con discursos de convocatoria
popular o de convocatoria al Estado
de Derecho. Las violencias
grupales o colectivas, como los ajusticiamientos, que llaman equivocadamente “justicia
comunitaria”, se convierten en catarsis
sociales, cuando los pueblos no encuentran mecanismos institucionales de justicia, puesto que la justicia, la institucionalidad de la justicia, se encuentra altamente corroída.
Pareciera que todas las puertas y ventanas estuvieran
cerradas, que no habría salida, que las sociedades humanas estuviesen
condenadas a que la violencia las
hunda, las empuje al abismo inconmensurable, donde no hay retorno. Si fuese así,
todo estaría perdido, el apocalipsis
anunciado, la muerte de las
sociedades humanas prevista. Sin embargo, siguiendo con la metáfora, se trataría
de derribar las paredes, la estructura
misma de la arquitectura del Estado, desmantelar las máquinas del poder. Ya no son posible reformas, tampoco revoluciones, que no solo quedan a medias, inconclusas, revertidas,
convertidas en excusas para nuevas restauraciones y cambios de élites. Hay que desandar el laberinto de la soledad, el laberinto sin salida de las genealogías de la violencia.
Como se puede ver, no es esta una crítica desde la moral,
un llamado a la paz desde la moral; la moral es una pose hipócrita, que termina legitimando los cursos y recursos de la violencia, a las que trata de contener y mantenerlos encapsulados o
encerrados en las cárceles. Es una crítica
de las genealogías de la violencia y
de las genealogías de la guerra. Es
una crítica del poder y de las dominaciones polimorfas, además de crítica de las ideologías, que no dejan
de ser apologías de la violencia.
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