La muerte del jinete del apocalipsis


La muerte del jinete del apocalipsis

Sebastiano Mónada








Se apaga el día y se enciende la noche.
Pañuelos de celajes nostálgicos se despiden.
Cuecas vespertinas en el atardecer triste,
que agoniza sin darse cuenta elevando su mirada.

Navegante como embarcación herida,
agonizando en su eterno naufragio
a la disertación prolongada de la nada.
Cree que lo que observa es el nacimiento,
cuando son los primeros síntomas de la muerte.

No es un ave levantando vuelo,
albatros llevándose consigo las canciones del mar,
sino un ángel caído sin levantarse del suelo.

No como ancla sino como raíz profunda de eucalipto,
con las alas destrozadas de tanta algarabía
festiva de los carnavales de Oruro abandonado,
murciélago nocturno planeando.

Silenciosa caída en la planicie inmensa
del Altiplano disipando su memoria.
Sostenido por las brisas lunares,
suaves como los sueños olvidados.

El jinete del apocalipsis
se ilusiona con la buena salud.
Herencia de la seguridad familiar,
derrumbada en congoja de castillos incendiados,
cuando la enfermedad le toma todo el cuerpo,
avanzando como putrefacta gangrena.
Es la ilusión del moribundo,
acosado por el peso de la memoria,

El ángel caído se convierte en demonio
al tocar el palpitante suelo humedecido,
por labios lascivos y fecundos,
donde se entierra como todos los muertos,
la pretensión ególatra del dueño de la nada,
aplastados por los recuerdos silenciados.

Hojarasca de otoño haciendo de alfombra inconsolable,
que apenas acarician las nostalgias de los vivos.
Soñando la mar amarga de horizontes sin barcos.

Emperador carcomido por dentro,
por los gusanos invisibles del tiempo,
deposita su orgullo en ánforas conquistadas
y en la estridencia sonora de la radio
y la ilusoria pantalla de la virtualidad enmarañada.

En el teatro abúlico del espectáculo,
sin sombras ni espesores corporales,
estridente de las solemnidades recurrentes,
de la ceremonialidades del letargo estéril,
de la dominación señorial o clientelar.


Por eso, plebeyo embelesado en gloria efímera.
Déspota empotrado en el palacio desierto.
Aun cuando conglomerados de cuervos
sobrevuelan el cielo sagaz graznando.

Su orgullo exaltado le impide descubrir
la exuberante luminosidad de las flores,
de la colorida consagración de la primavera.
Desplegando poemas pictóricos en el aire
sensible de la piel profusa de la Amazonia.

Tampoco la tempestad congelada del invierno
viene en su socorro,
a recuperarlo de su caída sin retorno.

Cae al abismo insondable de la nada.
Desaparecerá y ya nadie podrá recordarlo.
Pasiones detenidas en el instante petrificado
del inocente expuesto asombro.


Se derrumba con todos tus escombros,
como todos los emperadores de la historia,
que son anécdotas insólitas de los cuentos,
de menesterosas hadas inventadas
por taciturnos escritores veteranos.

Sus guerras y sus ejércitos recorren los mares
y los numerables continentes,
dejando rastros de sangre
y remolinos de tijeras penas.
A esto se suma la derrota de la vida,
vencida momentáneamente por las armas.

La vida renace de las ruinas y de las cenizas,
recomienza sus rutinas creativas,
cicatrizando las heridas abiertas,
encapsulando sus destrucciones en los tejidos
del aprendizaje interminable.

Será por eso derrotado,
por el eterno retorno de la rebelión soñada.
No podrá contra el ímpetu desbordado de los climas,
circulando por el orbe preñado de la Tierra.
Fértil e inconquistada.









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