Cruzando la cordillera
Cruzando la cordillera
(Variaciones del poema publicado en Eterno retorno, 2016)
Sebastiano Mónada
No olvidaré las cumbres nevadas,
relegando su nacimiento enardecido,
ni la planicie nocturna alumbrada
por ternuras selenitas,
acariciando rostros quemados
por el frío ventoso
de recurrentes cíclos de invierno.
La fogata de tolas desprendiendo
sensibilidades climáticas.
La compañía del grupo nómada,
dos jóvenes quechuas y un mestizo.
Otro como yo, barroco, artefacto de arcilla,
cocida al calor dramático apasionado de fantasmas.
Recuerdo la macurca persistente en músculos adoloridos,
exigidos en la aventura del viaje a la frontera,
inventada por las administraciones republicanas.
Sudor de tiempo resbalando por superficies sorprendidas,
memoria joven abriéndose a inscripción deshabitada,
sequedad granulosa de voz reflexiva.
Recitación antigua de versos escritos en piedra,
acallada por pasos de escultores vientos.
No olvidaré sus inmensas trenzas negras.
Tejido de achachilas artesanas
y de pétreos deseos no cumplidos.
Su traje negro resguardando su cuerpo,
coraza
de tiempo coagulado en el tejido,
herencia de la madre y de la abuela,
defendiendo inocencia de ataque intrépido
de los sueños.
Se quedó sola en la soledad inmensa de la puna,
habitada apenas por perfil orgulloso de las llamas
y la lucha tenaz de los arbustos de tola,
que se encienden cuando la luna alumbra.
No olvidaré la luz esparcida del rebaño
Perdido y encontrado, devuelto cada noche.
Huida de constelaciones
precipitándose hacia la nada.
Acompañadas por canción de cuna,
cantada
por luna desnuda.
Haciéndome recuerdo a tus pómulos sobresalientes
y luminosos,
pronunciación solemne de ancestrales migraciones,
debido a residencia estelar en huesos de la cara.
No olvidare tus senos bebidos por recién nacidos,
ocultos a la vista de forasteros curiosos.
No olvidaré la miel saboreada por lengua gustativa
de valles tibios y esmerados.
Fulgor verdoso de vahos embriagantes,
trepados para meditación profunda de volcanes apagados.
Tampoco cuando escuchamos en fragor oscuro
el crepitar de aguas descolgadas desde las alturas.
Río agitado, intrépido, rumoroso,
desafiando madurez osificada y rocosa.
Al bajar de la montaña
bebimos agua fría de manos tenues
de la serpiente alada.
Diluida en pronunciación incomprensible.
Narrando el mito del eterno comienzo.
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