Marcelo


Marcelo

(Segunda versión)

Sebastiano Mónada


















Conocí a Marcelo
una noche curvada en la memoria
del espejo cóncavo de la ciudad dormida,
donde se repite como sueño de estrellas
y luces navegantes de tramas de abuelas.
Silenciosos barcos fantasmas
olvidados en sus lejanos puertos.

De silueta espigada,
tallo radiante de maíz
en los copiosos sembradíos .
De ojos resplandecientes,
uvas de viñedo tinto.
Semblante destacado,
renacentista pintura.
Orador prodigioso,
como ninguno.
Escultor de enunciados convocantes,
capturados acogedores paisajes,
cuadros de minuciosos pintores
de museos otoñales.
Cuadros de bosques tumultuosos.
Sonámbulos árboles vespertinos
de tímidas ramas verdes.
Agua del atardecer
y brisas de luces amarillas.
Dejando fluir volcánicamente
el entrañable vigor del lenguaje.
La interpelación tajante,
devenida del aquelarre rebelde
de las dramáticas contiendas.
Lúcida convocatoria al pueblo,
desde el tejido de vetas minerales
y el tegumento de fósiles licuados
al calor de las brasas.
Convocando al arqueológico país,
rumiante de su interior.
Huérfano y mediterráneo.
Encajonado en sus montañas,
de intuición oceánica.
Adivinando los acontecimientos territoriales,
diversos en sus espesores corporales
de entramadas corrientes vitales,
de florestas, de ríos y de rocas.
Ciclos de vientos, de lluvias y de cosechas.
Haciendo substrato de recónditas pasiones,
contenidas en melancólicas composiciones,
canciones y romances corporales.

Una noche clandestina,
alumbrada por la luna plateada
y las luces de la ciudad emboscada
por el oleaje lerdo de las montañas.
Enjambre de luciérnagas de la hoyada,
donde como pequeñas dunas nocturnas
del altiplánico desierto de fina arena
se congregaron dirigentes campesinos,
de mirar fijo y pómulos relucientes,
líderes mineros
de nombres célebres,
en una casa cobijo
de ilusiones en acuarela pintadas.
En un hogar inaugural
de recién casados.
Allí refugiados los hombres cobrizos,
viejos militantes curtidos
en el transcurso de embates,
como oráculos hablaron.
Escuchó atentamente a todos,
queriéndolos en sus voces,
en sus modales plebeyos.
Habló reposadamente,
vuelo sigiloso de búho.
Depositando su versión en la mesa,
reflexionada en el rumor transparente
de su cuerpo ágil y musical.
Concluyendo como saeta lanzada
en la importancia de la vanguardia.
Complicidad ardiente,
aglomeración multitudinaria,
empatía de certezas hendidas
en la piel y en la carne magullada.
Nacidas en la intuición subversiva,
en su mirar viajero.
Cosmopolita audaz
y lugareño inquieto.
Mirada de largo vuelo.

Hablaba convincente.
Orador esculpido por cinceles letrados.
Decía, descifrando espesas experiencias,
liberarnos de la opresión del imperio.
Logrando una democracia luminosa.
Pueblo insomne creador de Asambleas,
colectividad deliberativa y gobernante.
Participando múltiple en la construcción
de la artesana decisión.
Pedagogía colectiva.

Hablaba con la cadencia de las aguas
cristalinas de los ríos resueltos.
Recuperar nuestros recursos despojados
por manos extranjeras capturados.
Nacionalizar el gobierno y el Estado.
Eran las consignas empuñadas
por un combatiente imperturbable.
Salvaguardia de los arcanos del subsuelo.

Su conducta y su palabra franca,
afable e intempestiva a la vez.
Su devoción guerrera
por la constancia y tenacidad.
Su consagración fervorosa a la causa,
romanticismo encarnado, inscrito,
poema humano de Cesar Vallejo.
Llegó a seducir al proletariado cobrizo
de manos rigurosas,
semblantes bronceados,
pómulos destacados,
llevando en la boca el bolo del acullico.
Conexión con la mancapacha,
profundidad insondable,
océano habitado por sueños
de combatientes anónimos,
enterrados en las trincheras tristes
de la guerra del chaco.
Y secretos míticos guardados
donde duerme la memoria del planeta
rutilante en sus rítmicas órbitas.
Estallidos del último naufragio,
donde el proletariado insomne
marcha en el crepuscular horizonte
como si fuese multitud desvelada
de erguidos centauros nómadas.
Avanzando estoicos sin detenerse.
Proletariado nómada
formado en dilatadas
inquebrantables luchas.

Enjuició a dictadores,
poniéndolos como corresponde,
en el banquillo de los acusados.
Puso en evidencia
sus ultrajes a la patria,
sus corrosiones vernáculas,
su violencia descomunal,
su sometimiento al extranjero,
sus ligeras e inauditas concesiones
de lo público y lo común,
de los recursos agobiados.
Tratados como trastos sin valor.
Íntimos minerales despojados
de fulgurante vida.
Entregados como desperdicios
a la angurria privada de los consorcios.
Siendo pertenencia del pueblo
y de los hijos de sus hijos.

No le podían dispensar su osadía,
su raigambre manifiesto
y amor al terruño de todos.
No podían aceptar
su integridad invulnerable.
Ciertamente contrastante
con sus ignominiosas conductas.
No podían escuchar su voz aguda,
su elocuencia erudita,
su interpelación certera.

Lo asesinaron
obligándolo a morir,
como dice Cesar Vallejo.
Matando al hombre,
al esposo,
al hijo,
al escritor,
al artista,
al combatiente,
cuando andaba cerca ya de todo,
según sentencia el poema.

Tramaron su muerte
desde su recóndito encono.
Furia de patrones señoriales
y de oficiales crueles,
De gendarmes
y patriarcas otoñales.
Aprovecharon, rapaces al acecho,
la eventualidad premeditada
de una reunión intempestiva
de la legendaria Central Obrera.
Defensa improvisada a torbellinos
de inagotables esfuerzos
de la democracia confinada,
contra el golpe militar perpetrado.

Lo hirieron de muerte,
clavando en su cuerpo varonil
la metralla implacable.
Verdugos a sueldo,
sin máscara ni capucha.
Se lo llevaron al Cuartel General,
teatro de operaciones de los motines
de los gobiernos de facto.
Sostenidos en trémula complicidad
por bayonetas caladas.

Agonizando como caballo malherido,
contemplando el resplandeciente cielo paceño
con ojos brillantes como la luna.
Preguntando a la concavidad celeste.
Lo arrebataron ante la mirada estupefacta
de los compañeros leales
hasta la muerte.

Carlos Flores, dirigente estudiantil,
interpuso su cuerpo entero,
eclipse de sol o de luna.
Arriesgándolo todo valientemente
para siempre.
Una mañana paceña orillando el medio día
recibió también la inclemente metralla,
quedando tendido mortalmente
en la eternidad del instante.
A la hora del fuego, al año del balazo,
como a Pedro Rojas.
Solía escribir con su dedo grande en el aire
¡Vivan los compañeros!
Quedando su sueño acostado en la piedra
forjada por parábolas perpetúas,
deslumbrantes alboradas y crepúsculos,
acumuladas en la dureza esférica
de la azulada tierra.
Acostado para siempre
en la acera ensombrecida del Prado.

Dejando el cadáver lleno de mundo de Carlos
se llevaron a Marcelo,
para descargar su furia y sus miedos atroces
en el cuerpo martirizado del héroe.

No encontramos ni sus huesos,
tampoco su sombra memorable,
ni sus vestigios perdurables,
ni su huella inscrita en el aire acongojado.

Hasta ahora
nadie responde por el crimen.
Nadie responde por la sangre derramada.
Romance sacrificado de la muerte.
Un silencio cómplice de gatos pardos
encubre la medrosa hazaña.
Amparados los homicidas
por las componendas furtivas
de los cuarteles con el Palacio quemado.
Amparados los lóbregos verdugos,
impávidos meticulosos torturadores,
por una tutela prolífica en demagogias.

Sólo nos queda
recordarlo en su gramática fecunda.
Encontrándolo de nuevo
en su pasión por el substrato
de espesor mineral
de nuestra procedencia.
Prosiguiendo su arquetipo
inscrito como huella perdurable.
La abnegación vehemente,
la perseverante interpelación
a las máscaras del poder
y a sus ocultos talantes mordaces.
Continuando su lucha
por los recursos vitales.
Sin creer en la retórica populista,
presunción embustera
de la nacionalización efectuada.
Cuando dejaron en el camino
su consumación venidera.

Recordar a Marcelo,
su rostro anguloso, desafiante, impulsivo.
Su mirada escrutadora.
Navegante conceptual.
Su manera afable de dirigirse
a los compañeros de combate.
Sus gestos audaces,
sus rasgos inscritos
en el rostro expresivo.
Gramática de sensaciones volátiles.
Trama de la narración dramática
de nuestra historia insurrecta.


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